El Mesías no era el rey con gran poder militar y político, no era el revolucionario que vendría a liberar al Reino de Israel del yugo del Imperio Romano, como muchos imaginaban. Era un pequeño bebé, nacido en la absoluta pobreza, un recién nacido, pequeño y vulnerable.
Un niño al que sus padres le cambiaban el pañal, al que había que darle pecho, cuidar y proteger. “Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, pues no había lugar para ellos en la sala principal de la casa.” (Lc 2,12).
Dios, que está más allá de toda lógica humana, decidió encarnarse y nacer de la manera más sencilla.
Los poderosos y sabios de este mundo desconocen la gran noticia, no se dan cuenta, lo ignoran o prefieren no saberlo. Los humildes pastores, considerados ignorantes y marginados, son los primeros en darse cuenta de que el Mesías ha nacido y tienen el privilegio de ir a adorarlo.
El Verbo hecho carne
El Evangelio dice: “En el principio ya existía el Verbo (la Palabra), y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios” (Jn. 1, 1). Más adelante añade: “El Verbo (La Palabra) se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos Su gloria, gloria como del unigénito (único) del Padre, lleno de gracia y de verdad”.
El Verbo (también traducido como la Palabra) en griego es Logos, esto hace referencia al conocimiento de Dios, la sabiduría divina. San Juan dice que la Palabra (el Verbo) es Dios y que existía desde el principio, luego señala que la Palabra se hizo carne (se encarnó) y vivió en este mundo. O sea, Jesús es la Palabra, Dios mismo, Dios hecho hombre.
Precisamente, el Credo dice: “Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros lo hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”.
Dios Padre es la Primera Persona de la Trinidad, Dios Hijo es la Segunda y el Espíritu Santo es la Tercera. Jesús es la encarnación de Dios, es decir, se hizo ser humano, con todo lo que conlleva la condición humana, con sus debilidades, emociones, alegrías, tristezas, preocupaciones, fatigas físicas…
Dios es un solo Dios en tres Personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Hijo se hizo voluntariamente humano sin dejar de ser Dios. No es una transformación, es Dios mismo con su espíritu divino, pero en carne y hueso.
Un parto sin dolor
En la plataforma Netflix hay una película sobre la Virgen donde aparece ella sufriendo intensos dolores de parto, probablemente para imprimirle dramatismo e intensidad a la escena. Sin embargo, la Iglesia señala que María experimentó un parto milagroso, sin dolor, cuando dio a luz a Nuestro Señor Jesucristo.
El Génesis cuenta que, después de que Adán y Eva cometieron el pecado original, Dios se dirigió a la mujer y le dijo: “Darás a luz a tus hijos con dolor” (Gn. 3, 16).
Pero, según la tradición de la Iglesia, María fue concebida sin pecado original y conservó su virginidad. Dios se hizo hombre en un “lugar apropiado”, es decir, libre del pecado original. Nuestra Señora para ser la Madre de Dios, tuvo que ser preservada del pecado original.
Cabe recordar que el Arcángel San Gabriel se dirige a ella como: Llena de gracia (Lc 1,28). Ciertamente, nadie más en todas las Sagradas Escrituras recibe un cumplido de esta magnitud, por así decir. También es importante mencionar al Profeta Isaías: “Antes de que llegara el parto, dio a luz; antes de sentir los dolores, tuvo un niño varón” (Is. 66, 7).
San José: hechos, no palabras
San José es un hombre de silencio, silencio contemplativo, custodio de los tesoros más preciados de nuestra fe: Jesús y María. Podría decirse que es un hombre más de hechos que de palabras. Sin embargo, a veces su participación en esta historia queda un poco de lado.
Tuvo la valentía de asumir la paternidad legal de Jesús, sobre todo si se toma en cuenta el contexto histórico, cultural y religioso en el que vivió. Fue un hombre que escuchó la voz de Dios y actuó. El Evangelio señala que él se levantó, tomó al Niño y a su madre e hizo lo que Dios le había mandado (Mt 1,24; 2,14.21)
Justamente, la Carta Apostólica Patris Corde habla de esto: “Muchas veces, leyendo los “Evangelios de la infancia”, nos preguntamos por qué Dios no intervino directa y claramente. Pero Dios actúa a través de eventos y personas. José era el hombre por medio del cual Dios se ocupó de los comienzos de la historia de la redención”.
“Él era el verdadero “milagro” con el que Dios salvó al Niño y a su madre. El cielo intervino confiando en la valentía creadora de este hombre, que cuando llegó a Belén y no encontró un lugar donde María pudiera dar a luz, se instaló en un establo y lo arregló hasta convertirlo en un lugar lo más acogedor posible para el Hijo de Dios que venía al mundo (Lc 2,6-7)”.
“(Además) Ante el peligro inminente de Herodes, que quería matar al Niño, José fue alertado una vez más en un sueño para protegerlo, y en medio de la noche organizó la huida a Egipto (Mt 2,13-14)”.
José está ahí, presente, activo y luchador frente a los obstáculos. Patris Corde menciona: “El Evangelio no da ninguna información sobre el tiempo en que María, José y el Niño permanecieron en Egipto. Sin embargo, lo que es cierto es que habrán tenido necesidad de comer, de encontrar una casa, un trabajo”.
“La Sagrada Familia tuvo que afrontar problemas concretos como todas las demás familias, como muchos de nuestros hermanos y hermanas migrantes que incluso hoy arriesgan sus vidas forzados por las adversidades y el hambre”.
Los pastores: primeros en conocer al Mesías
Los poderosos y sabios de este mundo desconocen la gran noticia, no se dan cuenta, lo ignoran o prefieren no saberlo. Mientras tanto, los humildes pastores, considerados ignorantes y marginados, son los primeros en darse cuenta de que el Mesías ha nacido y tienen el privilegio de ir a adorarlo.
Un ángel les dice a los pastores: “No tengan miedo, pues yo vengo a comunicarles una buena noticia, que será motivo de mucha alegría para todo el pueblo. Hoy, en la ciudad de David, ha nacido para ustedes un Salvador, que es el Mesías y el Señor” (Lc. 2, 13- 15).
Y estos sencillos pastores se dirigieron a Belén. Quienes los escucharon quedaron maravillados. Los pastores “regresaron alababando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído” (Lc. 2, 20).
Hoy, cabe preguntarse por los pastores que cuidan y guían al rebaño, por los obispos, sacerdotes, diáconos, misioneros, agentes de pastoral, catequistas y tantos servidores que llevan el mensaje de Cristo a otros.
La Sagrada Familia: una familia migrante
Primero, San José y la Santísima Virgen María, en estado de embarazo, deben viajar a Belén, forzados por cuestiones políticas, como lo es la orden de un censo.
Luego, una vez nacido Jesús, José tiene un sueño donde un ángel le advierte que debe huir a Egipto con María y el niño, porque el Rey Herodes al oír del nacimiento de un “nuevo rey”, teme que esto constituya una amenaza para su poder, por lo que “ordenó matar a todos los niños menores de dos años” (Mt. 2, 16).
La Sagrada Familia vive refugiada hasta el fallecimiento de Herodes y luego retorna a Israel.
“La familia de Nazaret en exilio, Jesús, María y José, emigrantes en Egipto y allí refugiados para sustraerse a la ira de un rey impío, son el modelo, el ejemplo y el consuelo de los emigrantes y peregrinos de cada época y país, de todos los prófugos de cualquier condición que, acuciados por las persecuciones o por la necesidad, se ven obligados a abandonar la patria, la amada familia y los amigos entrañables para dirigirse a tierras extranjeras,” dice una carta enviada por el Papa Francisco a los obispos de Estados Unidos, a principios de este año. Francisco seguía con atención la crisis en ese país, con motivo del inicio de un programa de deportaciones masivas.
También, en noviembre pasado, los obispos estadounidenses emitieron un mensaje en el que manifestaban su oposición a las deportaciones masivas indiscriminadas y a la retórica y la violencia deshumanizadoras, ya sea dirigidas hacia los inmigrantes o hacia el personal encargado de hacer cumplir la ley.











